Cápsulas de Armonía (1ª parte)

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Mi amor por la química había sido mi amor por la vida. Desde pequeña sentí cómo mis emociones se forjaban al fuego de los mecheros Bunsen para luego salir a batallar por las calles de la juventud. Todavía no sé cuál de mis amores murió primero, pero un día me subí al autobús y solo vi caras largas y legañosas, llegué a la facultad y me encontré recortes a cuatro manos y a doble cara, y al buscar consuelo en los libros solo me topé con fórmulas huérfanas de sentimiento. 

Aquella noche solo necesitaba mirar a Luis para llenarme de desencanto. Había terminado su doctorado en química a los 27 años, pero pasaba los fines de semana sirviendo copas detrás de aquella barra, esperando a que la Universidad tuviera a bien sacar sus contratos y yo pudiera pagarle la mitad de lo que ganaría en cualquier empresa privada de poca monta y mucho cuento.

Pero Luis y yo sacábamos más partido de aquel segundo trabajo que de las limosnas del ministerio. Con un gesto de su mano me señaló al cliente al otro lado de la barra. Él sería nuestra próxima víctima.  

Me acerqué a aquel hombre delgado de pelo corto y camisa oscura, que habría pasado desapercibido para cualquier otra mujer y que ya pasaba algo desapercibido entre los amigos que lo acompañaban al bar. Luis se demoró en servirle la copa lo suficiente como para que me oyera pedir la mía.

―Hendricks con tónica ―le dije a Luis relajando los hombros y ensanchando mi escote―, seis centilitros de ginebra y dos hielos; en copa, no en vaso.

―Guapísimo ―dijo el extraño―. El servicio secreto de Felipe VI.

Aquellos detalles siempre llamaban la atención de los hombres y mujeres que Luis me marcaba. La mayoría de ellos se reía, pero solo alguno soltaba una referencia a James Bond, normalmente menos elegante que la de aquel extraño. Lo que todos ignoraban era que la botella de ginebra que Luis derramaba sobre mi vaso estaba rellena de agua del grifo y que mi entrada coincidía con el momento en que Luis les deslizaba una pastilla de Armonía en su bebida.

―Por Felipe VI ―dije alzando mi vaso, que se encontró con el botellín de cerveza del extraño. Bebí un trago largo y volví a la carga―. Y por don Juan Carlos, que en Emiratos Árabes descanse.  

Aquellas dos tonterías ya habían conseguido que el tipo dejara su cerveza a la mitad. El resto del método era sencillo: beber justo después de sus preguntas, para dejar así un silencio incómodo que él quisiera disimular con un trago; posar mi mano sobre su antebrazo para ponerle nervioso y brindar hasta llegar a los Reyes Católicos.

Y aunque el procedimiento no solía fallar, o bien mis encantos femeninos se estaban marchitando o aquel hombre era un republicano convencido. Parecía como sintiera mi necesidad por hacerle beber y quisiera privarme de ese placer.

―No te puedo decir mi nombre porque su majestad se cabrearía ―le dije―, pero, ¿el tuyo?

―Ramón. No hay espías que se llamen Ramón, ¿verdad? Ni reyes. Con lo bien que suena el Rey Ramón.  

Detestaba aquel nombre. Me recordaba al radón, un gas radiactivo al que solo el tabaco ganaba provocando cánceres de pulmón. Tenía la manía de clasificar a las personas por su nombre. Y por muy anticientífico que fuera el criterio, nunca había conocido a un Luis malo ni a una Trini de fiar.

Adivinando mi incomodidad, Ramón aprovechó para terminarse su cerveza.

Media hora de conversación después, Ramón se comportaba como si la Armonía no le hubiera hecho efecto. Mientras los sujetos anteriores se deshacían en profundas afirmaciones sobre el universo, Ramón me alentaba a hablar con una sonrisa silenciosa. Había dos razones por las que eso no me ayudaba: la primera era que necesitaba de él tanta información como fuera posible; la segunda, que me estaba poniendo cachonda en horas de trabajo. 

Luis asintió sacando su labio inferior, recordándome que ya era hora de llevarse a Ramón al laboratorio. Con mi mejor sonrisa y mi más suave agarre, conduje a Ramón hacia la puerta, dejando a un lado los gritos lascivos de sus amigos. 

Dejé que el aire fresco de Plaza Einstein despejara mi cabeza de dudas irracionales y trajera de vuelta el método científico. Ramón seguía callado. 

―El ventanal aquel grande es el de mi laboratorio ―le dije al llegar a la cancela de atrás de la facultad, asegurándome de que mirara hacia arriba y de que su cara quedara registrada en la cámara de seguridad―. ¿Subimos?

Asintió como todos los demás habían asentido. La Armonía estaba entrando en acción, convenciéndolo de que todo estaba bien en su interior, cegándolo a amenazas externas.

Tras encender las luces, cambié mi abrigo por la bata blanca y le coloqué a Ramón otra sobre los hombros.

―La primera vez que me ponen ropa en una cita.

―¿Y quién ha dicho que esto sea una cita?

Él lo había dicho, y a mí me estaban entrando ganas de dejarlo solo con la bata.

La falta de apetito sexual había sido hasta entonces una consecuencia no deseada pero bienvenida de la Armonía. O bien este hombre tenía la libido por las nubes o la última remesa nos había salido mejor de lo que esperábamos.  

Me excusé un momento y dejé a Ramón frente a unos sudokus y otros desafíos mentales preparados para los sujetos. Era clave comprobar que conservaban sus plenas capacidades mentales.

Observé a Ramón desde la puerta de mi despacho. Tal y como habían hecho todos los anteriores, hojeó los enigmas que silenciosamente lo retaban; a diferencia de los otros, no cogió el boli en los cinco minutos que siguieron.

Influir en el experimento era mi último recurso, pero había veces que los sujetos no daban para más.

―Oye ―le dije acercándome―, ¿qué haces?

―Esperar a que vuelvas del baño y hacer como que miro los sudokus.

―Si agarras el boli, hasta los puedes resolver.  

―Nah. Cuéntame, ¿de qué van tus experimentos?

Ni podía contarle que creábamos la Armonía con microdosis de setas alucinógenes para tratar a pacientes con depresión ni que, ante las trabas administrativas para acceder a pacientes diagnosticados, la probábamos con el público del bar de Luis. La hipótesis era que, si no estaban deprimidos ya por su vida, lo acabarían después de escuchar aquella mezcla de reggaetón y pop barato.

―Desarrollamos medicinas contra la depresión. Y cuando no nos dan pacientes para probarlas, nos deprimimos y nos ponemos ciegas de excedentes.

―Qué maravilla de trabajo.

Me pareció ver que sus ojos se llenaban de lágrimas y sentir que mis bajos fondos se humedecían. ¿Dónde había estado Ramón en todas aquellas fiestas en las que la sola mención de mi profesión dejaba a los hombres sin palabras ni interés? Mis amigas siempre me recomendaban presentarme como cajera de supermercado, pero a mí no me salía de los húmedos bajos fondos, sobre todo porque la cajera del Supersol tenía un don de gentes que ya lo quisieran para ellas todas las catedráticas de mi departamento.

Aquella sonrisa me invitaba a besarlo, pero lo que me quedaba de conciencia me prohibía liarme con un tío al que había drogado. Era mejor recoger resultados y mandarlo a casa. Quizá podríamos conocernos otra noche, sin que el efecto de la Armonía nublara su juicio. Me consolaría pensando que su primera impresión de mí la tuvo sobrio.

―¿Te hago una analítica mejor que la de la Salud? ―le pregunté.

―Guapísimo.

Intentó enrollarse la estrecha camisa hasta la altura del codo, pero desistió ante la resistencia del tejido y se la abrió de par en par, sacando su brazo y dejándome entrever su pecho musculado.

Lo miré más tiempo de lo que el protocolo recomendaba, sin desviar mis ojos hacia aquella franja de tela morada que asomaba por encima de sus vaqueros. Sin despegar los labios, saqué una aguja de su envoltorio y respiré para no dar con ella contra su pecho, ni con mi boca contra su cuello. 

La sangre fluyó hacia un tubo que no tardé en centrifugar. Recité una retahíla sobre el análisis para distraerme. No había aprendido nada de valor sobre Ramón en toda la noche, pero estaba redescubriendo mi amor por el laboratorio.

―Enséñame tu oficina ―me dijo.

Asentí sin palabras.

Mi despacho tenía una luz más íntima que la de los halógenos del laboratorio, pero también un escritorio cubierto de carpetas que me protegía del instinto de volcar a Ramón contra el tablero.

Lo dejé pasear por las estanterías llenas de libros y escanear los posters de conferencias pasadas.

―Me llama mucho la atención cómo se organiza la gente en su trabajo ―dijo parándose junto al ordenador―. ¿Tú cómo ordenas los archivos?

Me senté frente a los monitores, esperando que la diferencia de altura mantuviera a raya mis pulsiones. Mi primer intento de contraseña no satisfizo al ordenador. Sintiéndome observada, me equivoqué una vez más. Invoqué la fuerza de voluntad que me quedaba para desbloquear el terminal al tercer intento.

―Aquí están los papers ―empiezo―, los que no me voy a leer en la vida, los que me he leído, y luego los que he entendido de verdad. Aquí están los datos: una copia para las visualizaciones y otra para las simulaciones. Y como sé que nadie va a entrar en la carpeta de las clases, ahí guardo los proyectos pollúos.

Ni en cien años le habría confesado aquello a Luis o a mi jefa de departamento, mucho menos a un extraño. Pero el deseo barría de mi mente el miedo y la prudencia, como si estuviera drogada.

Porque estaba drogada.

¡Joder, que si estaba drogada!

2ª parte

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