
“Aquella noche pedí pollo Kung Pao y no me gustó”, fue el pensamiento de Mateo mientras inspiraba por la nariz y exhalaba por la boca. Tanto lo aburría la meditación que su mente rebañaba recuerdos de lo más profundo de su memoria para entretenerlo. La noche del pollo Kung Pao era de un tiempo anterior a la Agendia, cuando uno todavía cometía errores al confundir el espíritu aventurero con la falta de información.
Eliminar de raíz estas equivocaciones era la misión de la aplicación. Sin ir más lejos, había transformado a Mateo de precario director de cine en productor acomodado. El cambio de profesión lo había catapultado hacia un estado de salud y creatividad plenas. Así que, si la Agendia le mandaba meditar entre Sol y Atocha, más le valía inspirar por la nariz, exhalar por la boca y olvidarse del pollo Kung Pao.
El tren se detuvo en la siguiente estación. Mateo sabía que el teléfono lo avisaría en su parada, pero no pudo reprimir el reflejo de abrir los ojos y asegurarse de que no había ido demasiado lejos.
Al otro lado de las ventanas, en el tren que viajaba en dirección contraria, una chica de pelo ondulado, flequillo y pecas examinaba a Mateo como quien observa un objeto desconocido para determinar dónde empieza y dónde termina, como si intentara reconocerlo sin conocerlo.
Dos nuevos pensamientos interrumpieron la meditación de Mateo: que no conocía a aquella chica y que quería conocerla. Su vista se desvió hacia la Agendia, en busca de un evento que incluyera a la desconocida, pero la semana de Mateo estaba plagada de reuniones con amigos y familiares. La predicción del algoritmo era que sería más feliz sin conocerla.
Mateó sitió el impulso de saltarse sus planes cuando las puertas de su tren ya se cerraban. Buscó su propio perfil en la aplicación para mostrarle su nombre a la extraña, pero los ojos de la chica negaban entornados en la distancia. Mientras Mateo se debatía entre poner anuncios en redes sociales olvidadas y pulsar el botón de emergencia del tren, la chica señaló hacia el andén de su lado, trotando contra la marcha del tren.
Mateo se bajaría en la siguiente estación, tomaría el tren en dirección contraria y volvería a la parada acordada. Era el primer plan que existía en su cerebro desde la llegada de la Agendia, que le sacaba las variables de la cabeza y le ponía los preparativos al alcance de la mano. Todo habría sido más fácil si su plan y el de su calendario no hubieran viajado en dirección contraria.
No era la primera vez que Mateo se sentía tentado de saltarse las instrucciones de la aplicación. Algunas noches anhelaba entregarse a su sofá y a una serie que ya había visto cinco veces. Pero sabía que, si su vagancia perdía la batalla contra la Agendia durante el día, él ganaría en paz interior al caer la noche.
Sus amigos eran de la misma opinión, y nunca entenderían su retraso por la búsqueda de una aventura romántica, considerando que todos disfrutaban de más encuentros sexuales al mes de los que tuvieron en su año de Erasmus. También estaban las penalizaciones de la aplicación, que podían llegar a acumularse hasta suspender la cuenta de Mateo durante una temporada, haciéndole perderse reuniones sociales y laborales.
Aquella chica tenía también una parada para pensarse el encuentro, y Mateo sabía que ese tiempo bastaba para darse cuenta de la estupidez del plan. Aunque a él le diera por saltarse la costumbre y el sentido común, se encontraría con un andén vacío.
Solo había que entender la felicidad del vagón en el que viajaba. En él, un culturista leía concentrado “El Segundo Sexo”, asintiendo barba en mano. Una chica vestida de Armani conversaba en francés sobre el dualismo cartesiano con un sesentón en chándal. La Agendia sabía juntar a los que se necesitaban y separar a los que acabarían peleándose a gritos.
Cuando las puertas del tren se abrieron, una joven de melena dorada, más atractiva que la primera, pasó al lado de Mateo. Esta no le prestó atención. Esto le sirvió de recordatorio de que, demasiadas veces durante su vida, Mateo había cometido el error de ir detrás de quien lo encontrara atractivo sin pensar en qué le interesaba a él, y se alegraba de que la Agendia mantuviera ese patrón a raya.
El pitido que anunciaba el cierre de la puerta llegó hasta Mateo.
Al fondo del andén colgaban retazos de papel azulados por el paso del tiempo, recuerdos de una época en que los anuncios no eran solo para los pobres. La inquietud y la nostalgia agarraron a Mateo, una de cada brazo, y lo sacaron del tren antes de que las hojas de metal le cerraran el paso.
“El abandono del vehículo afectará a 1 evento de 4 horas para 5 personas. Penalización: 20 puntos.”
Mateo había seguido a rajatabla su calendario desde que instaló la Agendia y tenía puntos acumulados de sobra. Además, no había ningún concierto que esperara con ansia, y no le importaba que la aplicación lo mandara al fondo de las listas de espera. Todavía podía volver a la estación anterior y conseguir el número de teléfono de aquella chica antes de que las penalizaciones hicieran mella en su suscripción.
Mateo inspiró por la boca y exhaló por la nariz conforme corría escaleras mecánicas arriba en sus zapatos de noche. Bajando por la escalera contigua, una anciana de gesto afable lo miraba con pena.
―Mucho ánimo, bonico ―le dijo a Mateo.
“Adiós a la prisa” era el eslogan más famoso de Agendia. Quien corría por un sitio público había sufrido un repentino cambio de planes, a menudo debido a la muerte de un ser querido.
Mateo torció en el pasillo que llevaba al andén opuesto. Nadie lo había usado ni limpiado durante meses. En el centro, una artista había instalado un pequeño teatro de títeres.
―¿Por qué yo? ―gritaba detrás de las pelucas rizadas de sus muñecos―. ¡Pobre marioneta del destino!
Un grupo de niñas contenía la respiración. Mateo se deslizó entre las sillas de plástico donde se sentaban.
―¿Por qué corre, señor? ―preguntó una de ellas.
―Es un desagendiado ―dijo otra.
―¡Desagen-dia-do, desagen-dia-do! ―cantaron todas a coro.
Entre los planes de Mateo no estaba el emprenderla contra un grupo de infantes, pero entre sus pensamientos sí estaba la cuestión de limitar la Agendia a los niños y dejarlos equivocarse hasta aburrirse. Todo sea dicho, también comprendía el deseo de sus padres de tenerlos ocupados en actividades seguras y constructivas.
Reincorporándose al flujo ordenado de transeúntes, Mateo llegó al andén y dejó que sus hombros se deshicieran del aliento sobrante.
Al ruido de sus pensamientos se unió una canción de reguetón, que irrumpió desde los altavoces de la estación. Si la Agendia pretendía disuadirlo de su propósito, esta treta no iba mal encaminada.
Pero la aplicación tenía muchos más clientes a los que atender y esta canción iba dirigida a un joven que movía sus caderas al ritmo de la música sin levantarse de su asiento. Otro chico se contagió del vaivén y los dos se fundieron en un abrazo como si se hubieran conocido de toda la vida. Ninguno de los dos se preocuparía por lo que vendría después. La Agendia les prepararía una serie de eventos que culminarían en matrimonio concertado, como era la moda; o los mandaría a extremos opuestos de la ciudad dentro de diez minutos. Fuera cual fuera la decisión, ellos confiarían en que era la correcta.
El eco del tren entrante llegó a Mateo desde el túnel.
“La elección de este tren conlleva una penalización de 42 puntos. Para proporcionar el mejor servicio a todos nuestros clientes, nos veremos obligados a suspender su cuenta durante 48 horas.”
Mateo ya había tomado la decisión de subirse, así que se justificó pensando que dos días pasarían rápido, que leería los libros que la Agendia había puesto ya sobre su mesita, que seguiría la tabla de ejercicios de aquel mes y una dieta a base de lo que quedara en el frigorífico. Todo amigo que notara su ausencia sospecharía que tendría mejores planes. Con el tiempo, narraría en las fiestas la peripecia de encontrase con una extraña y quedarse un fin de semana sin Agendia, para deleite de sobrios y ebrios por igual.
Agarrado a la barra del tren, siguiendo una punzada de su estómago y no una notificación de su móvil, Mateó cerró los ojos e inspiró, exhaló, e intentó no pensar en el pollo Kung Pao.
Las puertas se abrieron en la parada siguiente. Mateo no sabía qué pensamientos habrían pasado por detrás de aquellas pecas, pero aquellas pecas estaban allí.
A Mateo le entraron ganas de abrazarla, de acariciarle el pelo, de deslizar los dedos por sus clavículas descubiertas. El qué no era tan importante como el con quién.
Abrumado por las posibilidades, no escogió ninguna. Tampoco lo hizo aquella extraña. Quien sí ejercitó su libre albedrío fue una sonriente señora, que se acercó a susurrarles con una voz capaz de amansar a un elefante en celo.
―Perdonadme, queridas ―empezó―, es que me estáis rompiendo todo el Feng Shui del andén.
Una armónica distribución espacial era un beneficio colateral común del orden calendárico de la Agendia.
―¿Por qué no os sentáis en aquella esquina? ―siguió la señora―. Vuestros chakras del ombligo os lo agradecerán.
―¿Y si no me sale del chakra del coño? ―le contestó la chica.
―Ay, pobrecita ―dijo la señora―. No tienes Agendia, ¿verdad? Si es que se te ve en la postura. ¿Por qué no me das tu correo y te envío un mes de prueba?
―Oy, ¡qué bien! ―siguió la chica―. ¿El derecho a adoctrinar viene incluido?
―Por favor, ¡cuánta energía negativa! ―dijo la señora―. Perdona, pero voy a llamar a la Agendia para que se ocupen.
―Diles que vas de mi parte. Lucía Carmona.
La señora se llevó el teléfono a la oreja antes de retroceder.
Mateo había tenido primeros encuentros románticos apasionados, tiernos, graciosos, intelectuales, artísticos y alguno que otro con más sado del estrictamente necesario. El encuentro con esta chica se alejaba demasiado de sus estándares. Lo mejor sería pedirle el teléfono en caliente y decidir si llamar en frío.
Despegó los labios para hablar, pero la falta de práctica se los volvió a juntar. Sin un evento concertado de antemano, el tema de conversación no estaba claro. Ante la falta de apuntador, Mateó recordó la opción de hablar sobre lo que le pasaba en aquel momento por la cabeza.
―La primera vez que me salto una orden de la Agendia ―dijo Mateo.
―¡Venga ya! ―dijo Lucía―. Yo me salto todas las que puedo.
―¿Y cómo maximizas tu felicidad?
―Buscando la de otros, obviamente.
―Pero si eso es lo que hace la Agendia ―dijo Mateo―. Nada más que en este tramo, me he encontrado a dos tipos bailando reguetón en el andén.
―Ese es el problema de fondo, que la gente baila con la música que le tocan. Dime tú si el mundo no mejoraría sin reguetón.
―Y sin refrescos con azúcar.
―Y sin navidades, por favor ―dijo Lucía.
―¿Reuniones familiares tampoco?
―Es que tengo dos primos nada más, y los dos me caen gordos.
―Pero un poco de borrachera navideña, sí, ¿no? ―preguntó Mateo.
―Claro. De las que te dejan resaca y te quitan 200 puntos.
El móvil de Mateo hizo vibrar su muslo, o al menos eso creía él. Sabía que uno de sus tendones sufría de estrés postraumático tras años de notificaciones, y se activaba a veces sin estímulo, sobre todo cuando esperaba un mensaje.
Decidió ignorar el teléfono. Si no conseguía prestarle atención a Lucía en aquel primer encuentro, iba a ser difícil hacerlo en momentos más tranquilos.
Sin embargo, una larga y clara vibración, de la cual no se podría acusar nunca a un tendón, ganó la batalla por su atención.
“Advertencia: si no toma el tren en dirección contraria dentro de 2 minutos, la suspensión de su cuenta se alargará a 30 días”.
―Perdona ―dijo Mateo―, ¿por qué no me das tu teléfono y te llamo mañana?
―¿Por qué no borramos la Agendia y nos vamos de copas?
Mateo sabía que aquella era la forma perfecta de poner patas arriba su vida, tan ordenadita que estaba. No necesitaba oír nada más para darse la vuelta.
Puede que fuera el efecto acumulado de la meditación o la mirada de Lucía, pero recuerdos de noches que se antojaban desastrosas y que se enderezaron por la perseverancia vinieron a la mente de Mateo. Eran las noches de su época universitaria, sin duda la mejor de su vida.
―Venga ―dijo Lucía―. ¿A la de tres?
Mateó hizo clic en “Ajustes” y deslizó su dedo por la pantalla tres veces hasta localizar la opción de “Suspender cuenta”, escrita en un gris más tenue que el resto de opciones. Fue entonces cuando la Agendia le mostró la foto de una diosa de pelo caoba y ojos verdes.
“Si conserva su suscripción, le garantizamos un encuentro con Xenia, compatible con su estilo de vida en un 99.7%.”
Mateo había notificado a la Agendia su deseo de formar una familia, y siempre había confiado en que esta lo llevaría hasta la madre de sus hijos. A juzgar por la expresión de Lucía, ella debía de tener a un Adonis doctorado en Cambridge en la pantalla.
―Seréis desgraciados ―dijo ella en voz baja―. Boooo-rrar.
Ebrio de sinsentido, Mateo confirmó su cancelación y le mostró el mensaje de despedida a Lucía.
Ella le correspondió con la pantalla inerte de un teléfono apagado. No había borrado nada de nada.
―A mí no me hace falta ―dijo Lucía.
―Eres pobre ―dijo Mateo.
―Pobre de espíritu, no.
―Pobre de Agendia.
Mateó arrastró sus dedos en busca de la aplicación para restaurar su cuenta y se preparó para dos horas de conversación con atención al cliente.
―Déjalo ―dijo Lucía―. Va a ser mejor si llamo yo.
―Claro, para que me suspendan de por vida ―dijo Mateo―, y así ya estamos iguales.
―Yo soy la que suspende a la gente. Bueno, en realidad son los técnicos, pero yo los superviso.
―¿Qué?
―Que soy la directora de investigación de Agendia ―dijo Lucía―. Que parte de mi trabajo es no usarla, para que así haya un control humano sobre la aplicación. Si no, nos diría ella siempre en qué trabajar.
―¿Y otra parte del trabajo es torturar a extraños?
―Esto no es trabajo; es placer. O lo sería, si te vinieras a cenar conmigo. Te puedes imaginar que, sin Agendia, no hay mucha gente que me hable fuera del trabajo.
Arroparse en el confort de la Agendia después de la tempestad le parecía a Mateo un oasis de dicha. Pero el espejismo de Lucía todavía lo llamaba en dirección contraria. Lo único que tenía que hacer era regresar en su cabeza a un tiempo anterior a la Agendia, seguir a una persona que acababa de conocer hacia la intimidad de su hogar, pidiendo al cielo que no fuera una asesina en serie.
Mateó asintió, dejando el número de atención al cliente a un clic de distancia, pensando en investigar a Lucía por el camino.
―El pato a la naranja me sale de lujo ―dijo Lucía―. ¿Te apetece?
―Con que no sea pollo Kung Pao, me conformo.