
Ni Martina ni yo podríamos haber resuelto aquel homicidio sin datos. Nadie nos dio acceso a la escena del crimen, y cuando digo “escena”, no me refiero al lugar donde se cometió, sino al acontecimiento, a esa serie de palabras y movimientos que empiezan con dos personas vivas y acaban con una muerta, que desaparecen en el pasado una vez consumido el presente.
Y si alguna criatura dotada de una inteligencia superior hubiera tocado a nuestra puerta para obsequiarnos con esa escena, todavía nos habría pedido seleccionar un punto de vista, a lo que Martina y yo habríamos respondido al unísono: “el de Dounia”. Pero la criatura, al vernos a los dos tan ansiosos, embriagada quizá con ese poder que confiere la información, se habría burlado de nosotros y nos habría dado solo el punto de vista de Hafid, que habría revelado lo siguiente.
Hafid, como atestiguaba la grabación de la cámara de seguridad, dobló la esquina del banco a las 12:34 de la madrugada, su pelo rizado y brillante cubriéndole parte de la frente. Por la acera contraria deambulaba un grupo de extranjeros de piel transparente, sus brazos entrelazados por detrás las nucas, balanceándose desde el centro de la calzada hasta la piedra de los edificios. Cerraba la comitiva una treintañera que, macuto a la espalda y botella de manzanilla en mano, entonaba el himno asturiano con la letra “Alaska, patria queridaaa”. Como Hafid declaró más tarde, aquello era un viernes estándar en calle Elvira.
Guiado por los automatismos del hábito, Hafid sacó la llave de su bolsillo izquierdo, abrió el portal, y subió a pie los cuatro pisos de escaleras. Solo en los últimos tres peldaños empezó a faltarle el aire. Le faltó del todo cuando, al encender la luz de la entrada del piso, reparó en la figura de Dounia, acostada como de costumbre; en el suelo y vestida, no como de costumbre; inmóvil y boca arriba.
―¡Dounia! ―gritó arrodillándose sobre ella, dejando caer las llaves a su lado―. ¡Ayuda!
Hafid inclinó su cabeza sobre su esposa en busca de un aliento extinto. Fue entonces cuando su oreja rozó una dureza desconocida. Al separarse, notó la cuenta roja asomando entre los labios de Dounia.
Hafid tiró sin encontrar resistencia hasta sacar un collar de veinte centímetros de diámetro. El esfuerzo para identificar el objeto lo demoró unos segundos. Agitó entonces su móvil para activar la linterna y palpó el interior de la boca en busca de nuevos obstáculos, que no encontró. Mientras marcaba el 061, Hafid buscó un pulso que ya nunca llegaría a sus dedos.
Esta información habría ayudado a Martina la mañana siguiente, pero nunca le llegó de forma fidedigna. Todos tenemos nuestros puntos ciegos. Yo más que nadie.
***
Martina entró en la comisaría a las 8:55 de la mañana, termo de café en mano, sus ojos asomando entre un marco de pelo oscuro que colgaba hasta la mitad del cuello. Barrió la oficina con su mirada sin registrar mi presencia.
Se colocó detrás de su anticuado ordenador, pero no llegó a encenderlo. Asintió con los ojos cerrados, primero suavemente y luego de forma más pronunciada hasta que todo su cuerpo ganó impulso. Agarró la carpeta del caso y entró en la sala de interrogatorios. De lo que ocurrió allí, solo conozco su versión.
Martina encontró a Hafid esposado al otro lado de la mesa. Por abatimiento o por desprecio, este no levantó la mirada hacia la inspectora. Ella aprovechó que su atención estaba puesta en el tablero de la mesa para lanzar sobre este la foto del collar homicida. Quizá por eso siento cierta predilección por Martina: los dos preferimos las imágenes a las palabras.
―Cantosillo el collar, ¿no? ―dijo Martina―. Esto es regalo tuyo, sí o sí.
Hafid negó con la cabeza.
―Entonces, ya me imagino ―continuó la inspectora―. Ves que se lo ha regalado el amante, y que se lo trague, ¿no? Yo haría lo mismo.
―¿Qué amante?
Martina no tenía respuesta a esa pregunta, pero había visto demasiadas veces aquel patrón como para no proyectarlo sobre este caso: marido que trabaja de más, mujer que se ocupa de menos, y amante que aprovecha todas las oportunidades por igual. Cuando el marido se entera, intenta recuperar a la mujer a puñaladas, ignorando que, para borrar su sufrimiento de forma eficaz, solo tendría que dirigir el cuchillo en dirección contraria.
―Mira, por hacer la cuenta ―continuó Martina―. Son de diez a quince años por el homicidio de tu mujer. Si se descubre el cadáver del amante, otros quince. Y como tiene toda la pinta de que sabías que estaba embarazada, pues multiplica por tres.
―¿Está hablando de Dounia? ―dijo Hafid―. Ella no estaba embarazada.
―Otro que se cree que lo sabe todo.
Martina le lanzó la foto de la ecografía del hijo que Dounia nunca tendría. Si era de Hafid o del amante, eso todavía estaba por ver.
Hafid se derramó en gritos mientras zarandeaba las esposas con golpes convulsos. Martina no temía por la seguridad de la cadena metálica, pero sí por la de una confesión limpia, y en aquel momento Hafid no articulaba palabras reconocibles en ninguna lengua.
Martina abandonó la habitación y se acercó hasta nuestra mesa.
Candela, recién llegada, se ataba el moño oscuro sobre la coronilla mientras sujetaba una magdalena entre los dientes. Balbuceó hasta que Martina se la sacó de la boca.
―¿Ha gritado nada más verte o después de oírte? ―preguntó Candela.
―Mucho llanto es eso ―dijo Martina, volviendo a colocar la magdalena donde estaba―. No me creo na.
Candela tecleó un par de comandos mientras engullía el primer bocado de su segundo desayuno.
―Yo no es solo por llevarte la contraria ―empezó Candela.
―Ya empezamos, niña.
―Alguien de la capital tendrá que enseñaros a ustedes.
―Ser sevillana todo el día tiene que cansar, ¿no? ―preguntó Martina.
―Una jartá. Igual que a ti te duele la cara de ser tan guapa, a mí me duele el cuerpo entero de ser tan de Sevilla.
La cara de Martina, más que dolerle, mostraba mejillas temblorosas y pupilas dilatadas. Los dedos de su mano derecha trinaban sobre su cadera.
―A mí Carlos me ha dicho que el Hafid este es inocente ―empezó Candela.
―¿Y me puedes explicar por qué o hay que ser sevillana para entenderlo?
―Esto ni las de Triana. Un poner, tenemos datos del empleo previo de los criminales, de su sueldo, del barrio en el que viven y de la madre que los parió. El algoritmo te puede predecir que un tío es inocente, pero no te dice por qué. Porque no es solo por el sueldo ni por el barrio ni por el número de veces que mira el Whatsapp al día. Es una combinación matemática de todo que no se puede desenmarañar.
―Eso al juez le va a encantar ―dijo Martina―. Ya lo estoy viendo.
―Más todavía le va a gustar que con los datos originales Hafid sale culpable. Pero fite tú que, si pongo que es blanco en vez de árabe, me sale inocente con un 98% de probabilidad.
―O sea que encima tienes que manipular los datos para que te salga inocente. Guapísimo.
―Esto no es manipular, es echarle un poco de cariño ―dijo Candela―. ¿No ves que los algoritmos son una mijita racistas? Están todos entrenados con datos de casos anteriores, y en esos casos había racismo de por medio.
En ese punto yo le daba la razón a Candela. Incluso los algoritmos que no incorporaban la información racial estaban sesgados. Por ejemplo, en Estados Unidos, se dieron cuenta de que la raza estaba codificada en el número de veces que la policía te paraba por la calle, siendo mucho más alto para los afroamericanos. En cuanto a los sistemas de reconocimiento facial que atinaban con los hombres blancos pero no reconocían a las mujeres negras, de esos mejor ni hablar.
―Pues yo que también estoy entrenada ―dijo Martina―, te digo que el Hafid este, sea blanco, negro, de Triana o del Zaidín, es culpable de homicidio.
―Si que es tú también estás sesgada, mi alma.
―¿Y tú? ¿Tienes sesgo hacia la inutilidad o me vas a dar algo que me sirva?
Candela le entregó a Martina la dirección del restaurante donde Hafid trabajaba de cocinero. Los ojos de la inspectora ya estaban apuntando a la puerta antes de que sus dedos recogieran la nota.
Martina caminó primero hasta el portal de Hafid, y recorrió en sentido contrario el camino al restaurante, reconstruyendo el trayecto de la noche anterior. Hafid había pasado por la esquina del banco a las 12:34 de la noche. El forense había establecido la hora de la muerte entre las 12 y la 1, pero los primeros agentes llegaron al piso a las 12:52. Hafid tuvo poco tiempo para matar a Dounia, a no ser que la hubiera matado antes de dejarse ver en la cámara del banco.
Martina tardó quince minutos en llegar al restaurante. Los arcos de taracea blanca que flanqueaban la puerta le dieron la bienvenida. En el interior, mosaicos coloridos recubrían las paredes. Bancos alargados descansaban bajo cojines mullidos.
Martina tocó la campanilla. Entre una nube de vapor emergió un varón de cuarenta años de piel morena y pelo corto, henchido de una felicidad que le rellenaba la cara y el vientre.
―La inspectora Jiménez, ¿verdad? ―dijo ante el asentimiento de Martina―. ¿Infusión de menta?
―No, muchas gracias.
―Pero siéntese, por favor. Como si estuviera en su casa.
Si Martina hubiera aceptado la invitación, habría colocado los pies encima de una de las mesas, lanzado el sujetador hacia la cesta de la ropa sucia y servido dos infusiones de menta, una con una cucharada de miel y otra con un chorro de tequila.
Pero fuera de casa, y más cuando investigaba, la respuesta automática de Martina era decir que no a todo. A veces lo lamentaba unos segundos después, pero nunca en lo que respectaba a bebidas ofrecidas por extraños. Por muy inocuo que fuera el brebaje, tomar lo que Hafid bebía a diario la acercaría más al sospechoso, y lo que ella necesitaba era una escéptica distancia.
―El viernes por la noche Hafid estuvo trabajando aquí ―empezó Martina.
―Turno de 4 a 12.
―Y a las 12 se fue. No antes.
―Inspectora ―empezó el encargado―, usted tiene agentes a su cargo, ¿verdad? Yo no los conozco, pero me atrevería a decir que hay dos clases. Los que se van a casa con las campanadas de medianoche, y los que se quedan un poco más para los casos importantes.
Martina asintió por toda respuesta. Los demás agentes no se quedaban más de un minuto pasada su hora, pero a Candela y a ella se les iban las horas repasando archivos y declaraciones. Igual que los adolescentes y los artistas trasnochaban en busca de una sensación que no habían encontrado durante el día, ellas buscaban la pieza que les faltaba para cerrar un caso. Después caían rendidas sobre sus camas. A Candela la ayudaba a desvestirse su novio; Martina dormía con el uniforme una media de 1.4 veces por semana.
―Era viernes por la noche ―siguió el encargado―. Y nunca cerramos a las doce en punto. Así que Hafid se fue a casa más tarde.
―¿Cuánto más tarde?
―Más tarde de las 12, seguro. Más tarde de las 12:10, seguro. Sobre las 12:20, casi seguro.
―A esa hora saldréis todos estresados ―preguntó Martina.
―Hafid no. Él sabía que Dounia lo esperaba en la cama.
―¿Lo sabía?
―Siempre lo esperaba ―dijo el encargado.
―¿Y Dounia podría haberle abierto la puerta a otro hombre?
―Quizá a algún vecino, o a otro musulmán.
***
Cuando Martina compartió estas pistas con nosotros, interpreté el caso igual que ella: Hafid había salido a las 12:20 del restaurante e ido directo a su casa. No podía haber matado a Dounia antes del trabajo. Al ver el collar, se lo hizo tragar con una rabia similar a la que había mostrado en la sala de interrogatorios. Pero los dos nos preguntábamos lo mismo: si Dounia lo esperaba en la cama, ¿por qué se molestó Hafid en arrastrar el cuerpo a la entrada del piso?
La puerta del apartamento no estaba forzada. Los vecinos tenían coartadas, al menos las que les daban sus parientes. La única hipótesis alternativa era que una familia entera, saturada de ver series, hubiera dedicado su tiempo de ocio nocturno al asesinato.
―Fite tú que en el vídeo del banco ―dijo Candela―, se ve a un árabe pasar a las 11:30 de la noche.
―Y luego soy yo la de los sesgos ―respondió Martina.
―Habrá que empezar por alguien. ¿Qué es más probable? ¿Que Dounia le abriera la puerta a un árabe o a un blanco?
―Lo más probable es que seas racista.
―Aquí lo importante es que no puedo identificar al muchacho ―dijo Candela.
―Creo que es la primera vez en la vida que te oigo decir que no puedes hacer algo.
―Que no es culpa mía. Que lo he buscado en la lista de fotos de criminales, en la base de la Interpol, y hasta en una de Instagram que no debería ni tener, y sigue sin aparecer.
―O sea, que ni es criminal ni está en Instagram ―dijo Martina―. Pues ya está, para uno que nos ha salido bueno.
―Tú no estás en Instagram, ¿verdad? Pero seguro que sales en la foto de algún amigo, o pasando por la calle cuando alguien se echa una foto en tu barrio.
Martina, enemiga declarada de las redes sociales, figuraba en un total de 147 fotos de sus amigas, 10 de las cuales había recibido por email, impreso en papel fotográfico y pegado a las paredes de su habitación.
―No salir en ninguna foto online es casi imposible ―siguió Candela.
―Y, sin embargo, ahí está el tío.
―Vamos a ponerle Mohammed.
―¿Otra vez Mohammed? ―preguntó Martina.
―Por cuestiones de probabilidad, digo.
Candela me hizo mostrarle a Martina la foto de una sesentona china con gafas.
―¿Y esta? ―preguntó Martina.
Candela siguió haciendo clic para mostrarle a una joven india, luego a un hombre de mediana edad caucásico.
―Estas tampoco aparecen en las redes sociales ―dijo Candela.
―Muy bien que hacen.
―No aparecen porque no existen. Las ha generado un algoritmo que se entrena con caras reales y luego crea nuevas. Y yo me pregunto: ¿y si alguien hubiera cogido una cara de estas para cubrir a un sospechoso de verdad?
―¿Alguno del banco que estuviera aburrido? ―preguntó Martina.
―Un poner.
―¿Cómo justifico yo que la cinta es falsa? Además, la original ya la habrán borrado, ¿no?
―Eso es así ―dijo Candela―. Pero fite tú que Mohammed lleva una sudadera negra Joma.
―Si le han cambiado la cara entera, dime tú que no le han cambiado la marca de la ropa.
―¿Y no le habrían puesto Nike? ¿Quién se pone a falsificar un logo de Joma?
―O sea, tú te quieres patear calle Elvira entera hasta encontrarte la sudadera ―dijo Martina.
―No, yo no.
―Foh.

Y aunque Martina estaba ya saturada de racismo y sevillanismo, después de ojear los archivos que le pasé y de comerse medio de carne con tomate, se encaminó de paisana a calle Elvira.
Según dijo ella, estuvo 90 minutos merodeando por los alrededores del banco, refugiándose en los ángulos muertos de la cámara para no levantar sospechas. A ratos se sentaba a observar a los turistas y a los nativos, que se diferenciaban por la prisa que llevaban y por el fruncimiento del entrecejo. Y aunque era en sus caras donde residía la mayoría de la información útil, Martina bajaba la mirada en busca de la sudadera negra.
Entre una maraña de gritos, recubriendo el torso de un adolescente rapado, la descubrió por fin. Tanto el chaval como sus tres amigos ebullían con la inquietud de la edad, y no sería extraño que la noche anterior hubieran ebullido hasta el asesinato.
Martina carecía de pruebas para interrogarlos. Por suerte, cuando los hombres la miraban por la calle, no solían ver a una inspectora de policía.
―La vin, ¡qué sudadera más guapa! ―le dijo al muchacho― ¿Dónde te la has pillado?
―Ya has triunfado, compae ―susurró uno de los otros.
―Hermano, hazme el favor ―dijo el muchacho antes de contestar a Martina―. En verdad me la he robado del Corte Inglés.
―Di que no ―susurró el mismo de antes―, que es de los negros.
El reflejo de Martina fue llevarse la mano al bolsillo trasero en busca de las esposas. Aunque con la excusa del hurto menor podría habérselos llevado a la comisaría, no podía concebir tal nivel de relajación 19 horas después de un asesinato. Además, tendría que correr detrás de los cuatro. Alguno se le escaparía.
―¿Te puedo echar una fotillo para acordarme del modelo? ―preguntó Martina.
―No, no, si este no es modelo ―dijo uno del grupo―. Es albañil.
Martina aprovechó el alboroto para sacar el móvil y hacer tres fotos del grupo. Luego echó dos más del chico con la sudadera y se las mandó a Candela.
―Ya que estás ―dijo el tipo de la sudadera―. ¿Me das tu teléfono?
―Te doy el fijo, ¿vale? ―dijo Martina―. Que el móvil me está fallando. 958 80 80 00.
Era el número de nuestra comisaría. Si les daba por llamar, Martina tendría la excusa perfecta para acercarse a detenerlos si hiciera falta.
Cuando los chavales se perdieron de vista, Martina pensó en el número de sudaderas que fluían a su lado. Tardaría semanas en descubrirlas todas. Esa es una cuenta que Candela no me pidió que hiciera.
Como quien busca desesperadamente un mechero y no es capaz de reparar en una caja de cerillas, Martina tuvo que parpadear varias veces para enfocar la cara de Mohammed, que aquella tarde lucía una sudadera verde.
―¡Eh! ―gritó.
Mohammed se echó a correr como solo un culpable haría.
―¡Policía! ―gritaba ella, más que para él, para los transeúntes, esperando que se apartaran o que alguno, enfrentándose al miedo y a la modorra, interceptara al fugitivo.
Martina agarró su móvil. Sus dedos recorrieron el patrón usual sin la ayuda de sus ojos.
―Persecución al pie de Calderería nueva. Solicito refuerzos.
Mohammed subió por la cuesta de las teterías, sorteando atriles de postales y estanterías recubiertas de telas coloridas. Martina rozó la sudadera verde con la punta de los dedos, pero Mohammed se escurrió entre dos turistas de gran tamaño que, ante la confusión, bloquearon el paso a Martina.
Zigzagueando entre las expresiones de “sorry, sorry” y “me cago en to”, Martina se abrió paso hasta quedar a un metro de Mohammed. Fue entonces cuando se arrojó sobre él.
Martina se aferró a sus gemelos y lo hizo caer de boca. Se deslizó hacia adelante para bloquear las piernas con su peso. Con la ayuda de un ahora sí muy atento ciudadano, unió las manos de Mohammed sobre su espalda y cerró las esposas hasta que el metal tocó hueso.
Solo tras recuperar el aliento y ver la sangre brotar de la boca de Mohammed, Martina reparó en su error. Lo único que convertía a aquel hombre en sospechoso era su no existencia, y estaba claro que era inocente de ese cargo. Mohammed solo había pasado por el banco poco antes del asesinato, él y otras doscientas personas.
Martina ya se imaginaba la vuelta a la comisaría: llegarían los refuerzos, dejarían libre a Mohammed y a ella le abrirían expediente disciplinario. Habría preferido soltarlo ahora para ahorrase problemas, pero había demasiados testigos. Para colmo, aquellos curiosos que no se apartaron en un principio grababan ahora desde sus teléfonos móviles, algunos relatando en off sus opiniones sobre el maltrato policial. Ninguno se daba cuenta de que, para poner fin a este sinsentido, lo único que tenían que hacer era bajar sus teléfonos y seguir su camino.
Pero sabiendo que esto acabaría en YouTube o en algún informativo local, a Martina solo le quedaba una opción.
―Documentación, por favor ―dijo. Él negó con la cabeza―. ¿DNI? ¿Pasaporte?
―No papeles ―dijo él.
―¿Tu nombre?
―Mohammed Bennani.
Durante unos segundos, Martina solo sintió sorpresa; el alivio, la pena y la culpabilidad llegaron después. Ya no le abrirían expediente, únicamente la criticarían a sus espaldas por detener a un ilegal mientras investigaba un asesinato. Aunque los susurradores no la creyeran, la justicia dura era su última opción. La primera era la compasión, pero esta no ayudaba a resolver asesinatos.
Los refuerzos llegaron a la espalda de Martina y demandaron la documentación de Mohammed, todo bajo la atenta mirada de los móviles.
Los vídeos no llegaron nunca a las noticias. La detención de un ilegal no subía los niveles de audiencia.
***
Martina se desplomó en una silla a nuestro lado. Candela le alcanzó una taza de tila.
―Bien por no arrestar a los niñatos ―dijo Candela―. Tenían coartada.
―Mucho mejor arrestar a un jornalero sin papeles ―dijo Martina―. Y para completar el día, me falta encerrar al cocinero.
―El cocinero lo mismo es un asesino.
―Eso creía esta mañana. Pero cuando he visto a Mohammed con el diente roto y todas las cámaras grabando, he empezado a dudar.
―Ya podían haber estado grabando el viernes por la noche ―dijo Candela―, cuando hacía falta.
Martina dejó que los ecos de la idea rebotaran en su cabeza. Si todas las cámaras de aquella tarde hubieran apuntado a Hafid mientras entraba a su casa, o al asesino asfixiando a Dounia con el collar, todo sería sencillo.
Yo esperaba su pregunta, pero no dije nada. Martina había empezado a pensar como Candela y como yo. Todo lo malo se pega.
―De esa base de fotos que no deberías tener ―empezó Martina―, ¿no podrías sacar las que se hicieron aquella noche en la calle de Hafid?
―A ver qué dice Carlos.
Fijados los parámetros de búsqueda, de 12 a 1 de la noche y a 100 metros de la casa de Hafid, 827 fotos irrumpieron en la pantalla.
―Bienaventurados los borrachos ―dijo Candela―, pues ellos te darán los datos.
Algo de razón llevaba. Siempre me ha sorprendido que las personas aprendan de catedráticos y doctores, y que los ordenadores aprendan de los inconscientes que ofrecen su vida privada sin reparo. Aunque, a decir verdad, muchos caían en ambas categorías.
Martina deslizó su cursor entre brazos alzados y sonrisas impostadas. Nadie parecía reparar en que, para capturar aquellos momentos, todos habían acordado congelar la diversión para dirigirse a la cámara y atestiguar así su felicidad. Además, todos admiraban a la persona que subía aquellas fotos, olvidándose de que aquella persona estaba absorta haciendo clic en la pantalla de su móvil al subirlas. Nadie hacía fotos del momento en que se subían las fotos.
Cuando Martina se encontró con una hilera de sonrisas sentada ante una mesa cubierta de botellines y cuencos de patatas fritas, sus ojos se dirigieron a los bordes de la foto. Uno de ellos rompía la simetría de la composición: lejos del piso feliz, al otro lado de la estrecha calle, detrás de una ventana e iluminada por la luz del recibidor, una mano blanca estrangulaba a una figura menuda contra la pared.
Candela revisó los datos de la foto. La calle de Hafid irrumpió en la pantalla. La hora de la foto era las 12:35. Contactando con el propietario de la misma, Candela comprobó que había sido tomada a las 12:34, la hora a la que Hafid pasaba por el banco.
Además, aquella mano blanca parecía demasiado pequeña, demasiado clara comparada con la de Hafid, demasiado distinta a la de los vecinos. Hafid podría salir libre de cargos, pero una vez más, Candela y Martina se quedaron sin pistas.
Aquella noche las llenó de ilusión durante un minuto y de cansancio durante horas. Revisaron el resto de fotos en busca de algún sospechoso, pero solo encontraron borrachos enfocados a medias.
***
Convencer al juez fue más fácil de lo que Martina había anticipado. Si bien él tampoco era seguidor acérrimo de los avances tecnológicos, sus años de experiencia lo habían convertido en un firme creyente en la estupidez humana. Que unos borrachos hubieran sacado una foto con un asesinato de fondo y no se hubieran inmutado le pareció de lo más verosímil.
La policía vigiló a Hafid durante tres semanas más, pero él no se movió ni de su rutina ni de su restaurante. Solo incorporó paseos diarios a la tumba de Dounia. El caso fue cerrado por falta de pruebas.
Así que cuando, al cabo de cinco meses, Candela pregonó que lo habíamos resuelto, Martina mostró su escepticismo.
―Que sí, mira ―dijo Candela―. En Estados Unidos hay doscientos veinte mil asesinatos sin resolver, pero algún asesino está repetido. Por eso han creado un algoritmo para buscar patrones. Si conectas los datos, conectas las muertes. Un poner, yo meto la información de Dounia: mujer embarazada, menor de 30, escena del crimen limpia, atragantamiento con objeto sólido. Y ya está. Carlos me dice que este es un asesino que mató a varias en Alaska.
―¿Alaska, Alaska? ―preguntó Martina.
―No, Alaska, el bar de Málaga.
―Ve y se lo cuentas al FBI
―Esta mañana lo he hecho ―dijo Candela.
―¿Y?
―Que ya si eso lo miran.
―Que no se diga que los americanos no trabajan ―dijo Martina.
―¿Esos también te caen mal?
―Casi tanto como las sevillanas.
Nunca me dijeron si el FBI buscó al asesino de Alaska. A mí me habría encantado ayudar a resolver el caso. Si Hafid me hubiera dado más detalles de aquella noche, yo habría unido los puntos en 1.2 segundos.
Pero claro, yo solo sé lo que me preguntan.
15:45. 2021-05-26. CARLOS. Computational Array for the Research of the Life Of Suspects (Sistema computacional para la investigación de la vida de los sospechosos). Basado en informes policiales, entrevistas con las implicadas y datos extrapolados.